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Educadores Sociales

PRIMERA PARTE

Mi experiencia con educadores sociales merece ser comentada en este mundo ya que, como podréis ver tras leer este escrito, llegaremos a uno de los mayores colectivos de hipócritas y gente peligrosa con la que podemos toparnos tanto nosotros como nuestros seres queridos ya sean hijos o ancianos.

Jamás había tenido anteriormente conocimiento de tal profesión hasta que fui a vivir a un pequeño pueblo de montaña de 40 habitantes. Los primeros meses fueron de ensueño con los vecinos, entrábamos uno en casa del otro, jugábamos a cartas, cenábamos juntos… Un sinfín de lujos que hacía tiempo se habían perdido en las distintas poblaciones en las que he vivido. Ese bienestar duró poco. Por un lado empecé a percatarme que en el pueblo existían rencillas entre vecinos que duraban generaciones y siempre fui tratado como forastero. Incluso familias con tres generaciones eran tratados de foráneos. No hablaré de este tipo de rencillas y odios, centrándome únicamente, al añadido a toda esta maldad, de un nuevo tipo de malnacido llamado “Educador Social”.

 

Me puso al corriente, de lo que para mí era una nueva profesión, un hombre de unos 55 años. “Soy educador social y me dedico a educar niños con problemas”. Más bien lo era, pues estaba retirado. Cierto, habéis leído bien, retirado con 55 años y huido a un pueblo en medio de la nada. Su aspecto era muy dejado y sus conversaciones denotaban trastornos psicológicos, intentar escapar de uno mismo, predisposición al suicidio, obesidad, envidia, odio, ira, gula, etcétera. En la cena estaba mi hija de 18 años que casualmente estudiaba en el mismo colegio donde él trabajó. Por suerte no cayó en sus manos ni falta que hacía. Este haragán mantenido por la sociedad, no dejaba de admirar el alto nivel de estudios de mi hija como si fuese el resultado de alguna mutación en el ADN que te garantiza éxito en la vida. Todo sea dicho, que su hijo, a duras penas, lo visitaba un par de días por Navidad.

El primer paso para demostrar su carrera de hipócrita y gandul, sucedió mientras estaba yo, descargando media tonelada de equipos fotográficos para cine, desde mi coche hasta mi casa. Mientras soportaba una de las maletas que contenían unos focos fresnell HMI, se dirigió a mí con su enorme barriga y me dijo que “voy a tener que educarte”. Tras preguntarle el motivo de su propuesta, me dijo que  “lo adelanté en mi transporte con el coche”. Francamente, no recuerdo ni las caras ni los modelos de coches que adelanto, pero en su conversación daba a entender que le había rebasado como un diablo, algo que en otra ocasión podría haber sido así, pues me gusta conducir rápido, pero en este caso, con más de seis mil euros de material en el coche, ganado con sudor y trabajo, era inconcebible para mí pisar el acelerador. No podía permitirme que un golpe y menos un accidente provocasen un desastre en mis apreciadas herramientas, destinadas a crear sueños en forma de arte. “Me podrías ayudar en vez de hablar” pronuncié, frase que al oírla huyó con la velocidad inversa a la de su conducción. Lo primero que no puedo soportar es que, alguien me esté hablando con las manos en los bolsillos, mientras estoy trabajando. Y todo sea dicho, menos de un vecino con el que he compartido mesa. Y no hay nada que soporte menos que a alguien dando lecciones sobre el bien y el mal. Estaba demasiado sorprendido y cansado para contestarle de forma esporádica. Suele pasarme cuando bajo la guardia y tras descansar, no perdí el tiempo en contestarle, aunque mi contestación era más que previsible; “para ser educador te falta educación”. Francamente, alguien que se siente molesto porque alguien le adelanta en coche o en sueldo, tiene un problema psicológico ¿no os parece?

Las trifulcas verbales fueron en aumento y el "educado educador" reunió su grupo de vecinos, tanto para atacarme a mí como para acosar a una anciana que me invitaba a cenar y estaba de mi lado. Mi naturaleza de defender a los más débiles salió como si se tratase del brote de una planta carnívora, defendiendo a toda costa a mi amiga, quien muchas veces había salido llorando de las famosas partidas de cartas vecinales, donde nunca faltaba el ¡educador! La mayor tensión fue cuando uno de los vecinos implicados, en mi degradación como persona, se enfrentó a mí. Tras perseguirlo como a un animal carroñero y romperle la puerta de su casa, saltó por la ventana y se refugió en casa del educador. Me enviaron la policía a casa, me juzgaron por amenazarlo con una escopeta de caza y por destrozos. Pasé a ser persona peligrosa y fui sentenciado.

Algo bueno, maravilloso y extraordinario tenía que suceder en esta historia, donde siempre he estado protegido por entidades benéficas del más allá, tal vez... La sentencia no fue firme en su totalidad, algo que provocó un malestar al malnacido del educador que le provocó una crisis hepática casi mortal. Para los que no crean en el más allá, tal vez la crisis sucedió a causa de las dosis de tranquilizantes que debía tomar y que ciertamente se dejaban notar por sus balbuceos al hablar. Prefiero remitirme a lo que Paracelso llama “enfermedades del espíritu provocadas por el odio que rebota sobre un espíritu sano”. Tras pasar unos años y tras escribir este relato fantástico debo decirle al lector que, pienso poco en este educador salvo la espera de su muerte, tan deseada por mí y por muchos, pues tenemos previsto un festín y una reunión de gente de la que podríamos decir que “están en el lado bueno”.

Y ahora viene la parte cómica de esta pequeña anécdota, me refiero al castigo. Literalmente el castigo es el de “realizar trabajos en beneficio a la sociedad por un periodo de 15 días”. Es lo que muchos llamamos “trabajos forzados” aunque en la práctica entré en un centro social bajo el escondido título de “voluntario” obteniendo incluso, una visita turística a un edificio emblemático de Barcelona. Pero que el lector todavía no se ría. ¿Sabéis cuál fue mi cometido? ¿Alguien puede imaginarlo? Se me encomendó trabajar como ¡Educador Social!.

SEGUNDA PARTE

En mi experiencia como ESF, también llamado “Educador Social Forzado”, debo reconocer que me he implicado más allá de lo que se esperaba de mí, algo bastante típico en cada proyecto en que me implico. El hecho de que esta tarea fuese forzada no era excusa para hacer un mal trabajo. Todo sea dicho que, tuve la oportunidad de escoger entre limpiar calles o entrar en un centro educativo y además tuve la oportunidad de escoger en qué grupo quería colaborar (ancianos, niños pequeños o adolescentes). Escogí colaborar con adolescentes ya que es una edad que muchos dicen, yo no estoy de acuerdo, conflictiva. En cualquier caso, la adolescencia es una corta etapa de la vida después de la cual suele venir la calle, la vida laboral o estudios que requieren, y perdón por la expresión, un par de huevos.

Me encontré con un grupo de unos 40 chavales completamente desorientados tanto en sus técnicas de estudio como en sus motivaciones, nivel emocional pésimo, falta de actitud, autoestima nula y sobretodo unos auténticos vagos. Algo bastante habitual en esa edad de la que nadie ha escapado, ni siquiera yo como es evidente. Los primeros 90 minutos eran para que los educadores preparasen la clase y se hacían antes de la entrada de los alumnos. Luego tendríamos 30 minutos con los alumnos para realizar charlas, juegos y lo que los educadores llaman “dinámicas”. El resto de tiempo se dedicaba a estudiar o hacer deberes, teniendo que darles soporte durante 90 minutos. Era durante la preparación de la clase y durante los 30 minutos de charlas donde realmente podíamos motivar a los alumnos y donde teníamos más contacto los Educadores Sociales ya que, el tiempo de soporte no era más que eso, tiempo de soporte. Puesto que disponía de poco tiempo para preparar las clases, tuve que dedicar parte de mi tiempo fuera de la escuela, para preparar “dinámicas” efectivas y aquí, empezaron los problemas. La bajeza humana se antepuso a los alumnos ¿cómo podía ser que un desconocido sin experiencia fuese más efectivo que un Educador con su titulillo?

En primer lugar, habría que analizar el tema de no tener experiencia. La experiencia en cualquier faceta de la vida viene determinada por varios factores que serían; aprovechar el tiempo, estar rodeado de buenos profesionales, cumplir cuantos más años mejor de experiencia y todo sea dicho, tener hijos. Los que me conocen saben de sobras como me implico cuando digo que sí a algo, saben que soy bueno porque he estado rodeado de los mejores y saben mi nivel de obstinación con las cosas. Los titulillos están bien pero nunca pueden competir con la actitud y la experiencia.

La conspiración por parte de un educador era latente, le salía por los ojos cuando le miraba y por la boca cuando me daba la espalda. Se preguntará el lector que ¿cómo puedo saber estos detalles? No, no, no necesito poner un micrófono para darme cuenta de las cosas, tengo 46 años y he tratado con demasiada gente como para no percatarme de las conspiraciones. Lo más triste es que quien sale perjudicado de todo ello es el alumno.

El educador encargado de las dinámicas debe tener algún problema disléxico o estructural en su forma de exponer los temas. Se encalla en las explicaciones, se va por las ramas y se pierde en el propósito de cualquier tema. Precisamente es lo que llamaríamos “no ser dinámico”. Mis exposiciones, completamente ágiles y cronometradas de antemano no podían ser realizadas por las diversas interrupciones del educador. Su escepticismo denotaba la falta de experiencia en la mayoría de temas expuestos con diversas interrupciones que además de faltar al respeto, “cuando alguien habla escucha”, tendían a irse por la rama más recóndita sin el conocimiento ni la experiencia sobre el tema y el propósito a exponer.

Mi propuesta de dar prioridad absoluta al objetivo de conseguir la felicidad, no fue para nada bien acogida por el educador. Cualquier persona que se dedique a la educación de forma efectiva sabe lo importante que es empezar siendo felices ya que sólo los felices triunfan en la vida, ya sea con metas simples o con metas difíciles, incluyendo claro está el dinero, o sea, el ganar mucho dinero. Mal educador es el que vende que el dinero no da la felicidad cuando los alumnos responden que quieren dinero para ser felices. Y no nos engañemos, el dinero gusta a todo el mundo, ¿verdad?

Hablemos de dinero y de paso, de hipocresía. Una vez le comenté al educador que iba a realizar un cortometraje y si sabía de algún actor al que le pudiese interesar. Alguien pensará en cómo debía ser ese actor; hombre o mujer, joven o adulto, blanco o negro, dramático o cómico… Pues no, lo primero que me preguntó es ¿cuánto se cobra? Para mí era suficiente para saber que con quien hablaba era alguien que no tenía ningún escrúpulo para anteponer el tema monetario ante el arte. Y no es que esté en contra de ello, muchos lo hacen y no puedo pedirles que estos muchos tengan el amor al arte que tengo yo. Lo que no puedo aceptar, bajo ningún concepto, es que alguien venda que el dinero no da la felicidad y vaya con esta mentalidad. A este disfraz, a este ir de lo que no se es, se le llama hipocresía. Es lo mismo que un cura dando consejos matrimoniales o un médico calvo tratando la calvicie. Como era de esperar, un personaje de este tipo tenía que dejar colgados a los alumnos por dinero y así fue. “Dentro de 15 días no podré venir más porque me han pedido hacer más horas en otro centro”. Algo así sonó el aviso a despedida. ¿Qué habría detrás de todo ello?. Falta de horas dirán algunos, dinero diremos los que llevamos unos años andando por este mundo. Y debemos añadir algo más. Podemos entender que un barrendero deje su trabajo de un día para otro para mejorar sus condiciones laborales pero para un educador, lo mismo que para un médico, cineasta, músico o ingeniero, el hecho de no cumplir con los objetivos de un proyecto debería estar penado. De hecho, en algunos países avanzados como Estados Unidos lo está. Un ayudante de cámara que no acuda a su citación, salvo causas de fuerza mayor, será comunicado a su compañía de seguros quien le pondrá en la “lista negra” y nunca más podrá trabajar en la industria cinematográfica, ni siquiera llevando cafés. Yo no necesito listas negras para cumplir con mis proyectos pero no todo el mundo es como yo y por desgracia, las listas negras son necesarias. Para ir directos al tema de “dejar abandonada una clase” me gustaría hablar de Santi. Santi sí era un educador, profesor, maestro o como queráis llamarlo. Santi llevaba retrasos en su nómina mientras los jefes de la escuela comían caldereta de langosta. Santi nos dijo que en 15 días debía dejar la escuela por ese motivo. Le pedimos a Santi, muchos llorando, que por favor aguantase hasta fin de curso y Santi, llorando, aceptó. Ya no sé nada de Santi, sólo sé que en junio tenía tres empresas y ganaba mucho más dinero que dando clases.

Es difícil hacer entender a alguien que no tiene hijos la importancia de este aspecto. El educador fugado, tras un conversación, se mostró reacio a tener hijos y como en cualquiera que tiene ese “No” en la frente, te muestra un sinfín de excusas. No es la primera vez que he hablado del tema con algunos psicólogos, coach y personas en general sobre el hecho de que tener un hijo es lo mejor que le puede pasar a uno en esta vida. Tener un hijo significa querer a alguien más que a ti. Darías la vida por él. Cualquier padre, como dios manda, lo tiene más que claro, no necesita que nadie se lo explique. Con los que son reacios a tener hijos les parece que se infringen las leyes de la naturaleza, cuando en realidad es todo lo contrario, la naturaleza es como es y la naturaleza antepone, salvo en algunas especies, las crías sobre el resto de la manada. Sólo es el hombre quien puede ser egoísta y tras ese egoísmo, se esconden las excusas más rebuscadas dentro de una mente enferma y antinatural.

La herencia es muy triste, porque hay herencia. Para sustituir al educador nos traen a una psicóloga quien previa reunión con el inminente educador fugado está perfectamente instruida para que yo no “deseduque” a este grupo de adolescentes que llevan escrito el fracaso en su cara, salvo dos de ellos. No deja de ser cómico que un par de días antes de conocer que iba a entrar una psicóloga tuve una charla con los alumnos donde hablamos de lo que yo llamo “falsos profetas” y que ellos, con gran acierto llamaron “gilipollas”. Precisamente les expuse un pequeño ejemplo de gente con problemas psicológicos que acababa estudiando psicología. Ya son varias veces que he tenido que animar a un psicólogo para que ande un poco feliz en la vida ¡y sin cobrar! ¿Y cómo puede ser? Es bastante comprensible que alguien acuda a una carrera de psicología con la esperanza de encontrar solución a sus problemas mentales. De hecho, yo cursé informática porque no me gustaba escribir a mano y repetir tareas, teniendo en cuenta que una máquina podía hacerlo por mí. Este colectivo de psicólogos, no todos, debería acudir a los maravillosos psiquiatras que tenemos en nuestro sistema sanitario en lugar de buscar soluciones donde no las hay. Esto, entre muchas cosas, haría que el nivel estadístico de suicidios de psicólogos disminuyese.

 

Y en una de tantas conversaciones con la psicóloga me lo dijo: "llevo 18 años acudiendo a terapia". Y al cabo de unos días: "algunas personas con enfermedades mentales cursan psicología". Curioso ¿verdad?. Sus dotes de mando militar, su intolerancia al estrés causaron varios días de bajas en sus jornadas. Y con todo esto añadieron una segunda psicóloga en prácticas cuya depresión salía por sus ojos y por su boca contagiando su enfermedad a toda ser viviente de la escuela.

 

En mi impotencia para asumir el puesto aguanté hasta el último segundo mis trabajos forzados y consciente de que "no hay malos alumnos sino malos profesores" acabé mi estancia y esta desagradable experiencia. Lo único gratificante fue el apoyo de los alumnos y algún que otro abrazo por su parte.

 

He dejado para el final mi repulsión a generalizar sobre cualquier tema pues, no todos los psicólogos ni educadores serán así ni mucho menos. En mi caso todo habrá sido un infortunio.

Termino este escrito con bastante tristeza y me consuelo pensando en el hecho que mi hija es una triunfadora y que algo debemos, su madre y yo, haber hecho bien. A la pregunta del cómo debo decir que a mi hija jamás le he enseñado ningún tema académico, ni a sumar, ni a leer. Simplemente he procurado que fuese feliz y que se sintiese querida. El resto ha venido solo.

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